Si al menos uno pudiera extrañarse de la Historia, salir, dejar atrás todo, tal como se hace cuando uno se va de la preciosa sala de Aranwa, y deja atrás los argumentos de Las Casas, de Sepúlveda, las ideas, la desgraciada certeza de los hechos consumados de la Conquista, la Conquista del Perú, este lugar que se inventaron los españoles.
Pero no se puede.
No, porque el Perú sigue siendo el país traspasado de colonialidad supérstite, como la llamó Mariátegui. No hace falta discutirlo mucho, eso está en cada esquina: la secuela de la herida colonial nos rodea. Si antes era mejor ser cristiano viejo, o chapetón, luego fue mejor ser criollo, o blanco, u occidental. Ahora dicen que es mejor ser liberales y posmodernos. Pero siempre es mejor ser parte de los vencedores, aunque eso solo sea una impostura. Porque el asunto central es que siempre es mejor no ser indio, no adherirse a la visión de los vencidos. Así, mentes colonizadas, nos hemos convertido en vencedores de nosotros mismos. Eternos vencidos por un fantasma cultural.
América toda (de Canadá a Tierra del Fuego) sigue restañando sus grandes heridas culturales, atrapada en la vorágine que empieza el malhadado momento en que la Conquista descendió entre nosotros. Aunque tampoco parece haber un nosotros. Este nosotros del que hablamos así, tan simple, también es un nosotros escindido, insondable. Copiamos el ser, lo imitamos de Europa. La herida colonial también ha rasgado nuestras caras y en el fondo del espejo nos ha borrado las facciones: después de todo, siempre parecemos andar preguntándonos, ¿quiénes somos?
La Controversia de Valladolid es una pieza dramática que Jean Claude Carriere escribió en 1992 (el año es importante) y fue luego una producción de TV con el admirable Trintignant en el papel de Sepúlveda. Carriere ha sido también responsable de entrañables adaptaciones al cine, La insoportable levedad del ser, El Tambor de hojalata, nada menos. La puesta que vi respetaba la pieza totalmente, hasta donde mi memoria alcanza -no tengo mi copia del texto aquí. Y los personajes centrales (Isola y Mazzarelli son, a su manera, cada uno, enormes e impresionantes) cumplen el cometido de crear una atmósfera ajena y a la vez casi cotidiana. Siento que la disposición circular del teatro Ricardo Blume multiplica esa atmósfera precisamente porque la energía de los actores está desatada, se dispara en varias direcciones a la vez. Es como asistir a un experimento atómico sin protección alguna. Además porque la cuarta pared, esa cosa que inventó la industria de la actuación en el siglo XX, simplemente nunca aparece. Por lo mismo creo que la Sala Blume es la mejor sala de Lima: la que está mejor dispuesta a arrancar al quehacer teatral de la capital peruana de ese extendido y decadente realismo burgués que aún se explota en la mayor parte de teatros. Este espacio escénico ha definido la puesta, sin duda. La ha hecho lo que es: un sostenido duelo de ideas sobre heridas profundamente nuestras.
Llegado a cierto punto me preguntaba mirando la puesta, si acaso Carriere se imaginaba todo este contexto para la puesta de su obra: el Perú, un país donde los hechos de la traumática Conquista siguen abriendo violencias, donde la descripción que De las Casas entrega, espantado, con la voz partida, sobre la crueldad de la guerra, recuerda tanto nuestra guerra interna (interesante leer en la pared de entrada el comentario del ex presidente de la CVR, cuyo informe reconoce que el conflicto armado peruano se asentó y multiplicó sobre la base de una división racial y una evidente discriminación cultural). Un país gobernado dos veces por un desquiciado ladrón (fina herencia de la Conquista) que afirma que hay ciudadanos de primera y de segunda. Por supuesto sin el menor asomo de la sutileza e inteligencia que despliega Ginés de Sepúlveda. Este país que hoy 24 de junio dice que celebra su identidad indígena cuando tolera que su imagen más visible sea la innombrable parodia de una campesina en la televisión. ¡Un país hipócrita? Tal vez algo un poco peor: un país inconciente.
Ahora bien, quisiera creer que todo esto está al menos en la cabeza, o en el subconsciente, de todos los miembros de la audiencia. Prejuiciosamente, me pareció que alguna gente del público solo había ido a la sala para aparentar cultura. Claro, pienso, prejuicioso, el teatro es también parte de esa cultura superior que los evangelizadores nos trajeron, que Ginés defiende, que el Legado del Papa vende. También el teatro ha hecho su parte en el proceso de extirpación de una cultura, qué duda cabe.
Por eso poco importa aquí si Carriere es o no fiel a la Historia. Nadie lo es, vamos. Todas las verdades históricas son suposiciones más o menos aceptables. A veces solo aceptadas por la fuerza del hierro que las impuso.
Así, no importa si Carriere se descarrila en el asunto central y hace pensar que en la Junta de Valladolid se discutía si los indios era hombres o no, cuando lo que realmente se discutió era quién tenía el derecho de ejercer tutela, léase, explotar los derechos económicos que generaba el trabajo de los indios. Porque lo que estaba en debate no era el destino de los indios ni su alma inmortal, sino solo su fuerza de trabajo mortal, muy mortal.
Tampoco importa si la obra se inventa dos o tres artefactos teatrales (la inverosímil cabeza de Quetzalcoatl, la más inverosímil familia de mexicas expuesta). Incluso hay quienes suponemos que también inventa el Debate mismo, que tal encuentro realmente nunca existió, que solo se enfrentaron ideas, se cotejaron cartas y se decidió en el silencio sepulcral con que la Iglesia Católica suele barajar sus cartas.
Poco importa tampoco si Carriere adhiere a la idea del buen salvaje, preste oídos a la leyenda negra (no en vano inventada por otros europeos que hicieron iguales o peores cosas que los españoles) o presente indios pacíficos y cosificados donde hubo etnias con su propia agenda y en guerra permanente y disputa territorial incontrolable, etnias que negociaron la caída de México, como las que apoyaron aquí la caída del Tahuantinsuyo. Tampoco es importante darse cuenta que todo inclina claramente la balanza hacia Las Casas -la escena bochornosa donde el Legado es comprado es francamente caricaturesca.
No importan todas estas licencias de un dramaturgo francés moderno intentando reprochar un legado del que su propia cultura también forma parte. (¿Su manera de ganar el cielo sin perderse las delicias del infierno?)
Porque nada de eso salva la falla central, que no es de Carriere ni de esta muy buena puesta, sino que es la falla civilizatoria de occidente. Es la falla de una modernidad que inventan los europeos hambreados del siglo XV y que está basada en una manera de ejercer el poder que implica el etnocentrismo más violento de la historia universal. Etnocentrismo que incluye, primero que nada, la propia idea de dios de los cristianos que siguen a San Agustín de Hipona, la misma idea de Bien de los occidentales que invocan a Aristóteles. El modelo civilizatorio europeo que llega a América y que explica este mundo desgraciado que tratamos de resolver, arranca con una falla simple pero insalvable: el creer que la propia es la única lengua, el propio es el único credo, y la nuestra es la única manera de dominar. Y que quien se opone a este designio está capturado por las fuerzas del maligno.
¿Podían resolver este asunto un grupúsculo de curas y filósofos en un convento vallisoletano en 1550-1551? ¿Les era dado? ¿A ellos, religiosos que se tomaron por poseedores de una verdad revelada, indiscutible? ¿Paladines de un credo que implicaba la abolición de los otros credos?
Desde luego que no.
Ellos navegaron igual que nosotros hacemos ahora, yendo y viniendo atacados por nuestras propias tormentas del bien y del mal, siendo a veces lascasianos y a veces sepulvedianos, por trechos, en circunstancias diferentes, no siempre iguales. ¿No acaba Obama de defender la guerra justa mientras se llena la boca defendiendo los derechos humanos? Lascasianos y sepulvedianos, dos extremos que comparten el mismo escenario de nuestra consciencia: bicéfalo monstruo medieval.
Así, si bien los argumentos que más impresionan, por su desgarradora fuerza, son los de Las Casas, los que realmente llevaban la razón del mundo real -la razón colonial- son los de Sepúlveda. Porque Sepúlveda es claro y realista, y Las Casas es alambicado e idealista. Porque uno es crudo y otro es apasionado, pero ambos son reales. Y porque nosotros, occidentales (¿occidentales?) somos también las dos cosas. Dos caras de una moneda que tiramos al aire esperando que el porvenir discierna nuestra consistencia moral.