La memoria es un mapa para recorrer un laberinto. Algunos dicen que también sirve para salir de él. Y aunque es verdad que ese mapa se hace y rehace constantemente, paradójicamente -y en teoría- nuestra memoria debería tender a ser mejor a medida que nos alejamos de los hechos, a medida que llegue la aceptación y el consenso. 

Es claro que eso no sucede aún en el Perú.

Aunque los hechos traumáticos del conflicto armado peruano son incontestables, la memoria oficial de tales hechos es hoy por hoy un abierto campo de batalla. Una lucha por controlar esa memoria. ¿Por qué no se impone una narración general, central, sobre los hechos armados, un control de daños y se avanza hacia otra etapa de autocomprensión?, pregunta el supuesto sentido común. Mi respuesta preventiva, ciertamente desconcertada, es esta: los actores políticos y sociales que aún tienen influencia en la cosa pública peruana tienen interés en que no haya tal memoria. Porque no les conviene. Porque ocultan algo o al menos, están tapando huecos. Temen, eluden la justicia, o simplemente no les importa. Es difícil de saber. Medios de comunicación, militares, gremios, activistas, senderistas, lo que queda de los partidos políticos, potencias extranjeras democratizadoras, traficantes de armas, y un largo etcétera, cada uno tiene su parte en esta opereta de la memoria del conflicto que vivimos, aunque casi nadie se anima a explicitarlo. La consecuencia: duelos verbales que no nos llevan a ningún lado. Duelos que parecen solo agudizar las diferencias y someternos a la ley de la selva. A la ley de la guerra.

En el clímax de la obra Cómo crecen los árboles de Eduardo Adrianzén ese campo de batalla lo es literalmente: un ex marino perseguido por violaciones a los derechos humanos y un revolucionario démodé se enfrentan a balazos en una casa de clase media limeña y terminan matando a la cocinera de la casa, en frente del muchacho que quiere salir adelante, también, cocinando.

La pieza ha llegado a ese punto después de registrar el presente del Perú casi como un noticiero, dándoles esta vez categoría ficcional a palabras como Gastón o Marca Perú, o a supuestos insultos como caviar. Adrianzén no le saca el cuerpo a lo cotidiano, al contrario, incluso en su sentido más denotativo. Diría que por eso la obra funciona como si a uno le gritaran todas esas cosas en plena cara, a excesivos decibeles.

¿Eso hace la discusión sobre la memoria del conflicto armado más útil?¿Sirve a la causa de edificar una memoria aceptable? ¿O solo refuerza las posiciones encontradas? Cuando se le quita la distancia que permite reflexionar y aceptar, cuando se instala la tensión porque el problema aludido, como todos sabemos, no tiene solución, ¿no se termina trivializando el asunto? ¿Consolándonos con al menos hablar del asunto? Es decir, parece que habláramos del problema, lo enunciamos, a grito pelado, exponemos nuestros argumentos sin ambages, pero en el fondo ¿la única solución posible siguen siendo las armas?

Hundido en una butaca del simpático auditorio del MALI, no encontré cómo responderme ninguna de esas preguntas.

Como apostilla Todorov en Les abus de la mémoire, “en el mundo moderno, el culto a la memoria no siempre sirve para las buenas causas, algo que no tiene por qué ser sorprendente”. (Por supuesto, Todorov está pensando en lugares donde existe Estado y políticas culturales de la memoria). Para el crítico, debería haber una sistemática atracción en las democracias modernas por hacer de la reconstrucción de la memoria parte de los programas oficiales de cultura, y a través de estos, de la construcción de las identidades nacionales. Identidades que sin misterio alguno, son definidas constantemente por las élites culturales de cada comunidad.  

Ahora bien, el interés por estabilizar una memoria no está siempre acompasado con una dedicación a abrir puertas a interpretaciones constructivas de los hechos pasados, ni tampoco siempre ha conllevado una reparación real o simbólica de los abusos. Todorov critica por ejemplo los proyectos de recuperación de la memoria que no se proponen ser selectivos, es decir, que no tienen como fin último retomar hechos del pasado para hacerlos materia de un análisis que apunte a mejorar el presente. En breve, el asunto central no es hacer memoria, sino hacer un uso ejemplarizador de la memoria.

No hay camino a discutir una memoria si ella no está construida sobre reparaciones morales y materiales previas. Sino la memoria supuesta es solo saludo a la bandera, letra muerta, pendejada psicosocial.

Por supuesto, Todorov, Europa y sus buenas lecciones de mala consciencia, trabajan sobre el supuesto de la existencia de una política cultural de la memoria, de un proceso social. Nada de eso aquí, a la vista. En materia de derechos humanos también solo exportamos materia prima.

En Cómo crecen los árboles, Adrianzén ha puesto todas estas contradicciones de nuestro momento con sinceridad extraña para este país, diría que casi con ingenuidad. Por momentos suena superficial, por momentos insoportablemente realista. Todas estas contradicciones que vivimos hoy y en el futuro tal vez se conocerán como la etapa del negacionismo Marca Perú. Y Adrianzén lo ha hecho a su modo, con un naturalismo de amplio espectro, básicamente para una audiencia de clase media urbana, con frases sencillas y escenas que raspan el melodrama televisivo. A veces también se encuentra con un desatado humor. Se acerca por momentos a la declaración de principios del mundo caviar, esa realidad paralela en que vive cierta izquierda blanca del Perú. También coquetea con la pesada discusión setentera y hace piruetas para superar claves inverosímiles de un relato policial ambientado en Miraflores exactamente hace un año.

Pero apasiona que lo haga, que esta puesta deje preguntas y más preguntas. Aunque suenen impostadas, a ratos, las preguntas se sostienan al final por la angustiante realidad que las generan. Incluso si la resolución final también, como es de temer, se hunde en el más grave pesimismo. Al fin y al cabo, los dos monólogos seguidos del final (de la mujer andina, del muchacho chef) suenan solo a deseos, a proyectos, incluso a ruegos al viento. Pesimismo a pesar de sí mismo.

Tres horas antes de la función mi familia y yo recorremos el Gran Parque (donde a las 7 pm no dejan pasar al ciudadano común, sobre todo si no parece turista, o no parece gente importante). En el Parque comemos. Hay una feria de agricultores, varios de zonas que eran rojas en nuestros tiempos. Hay también un concierto de nuevas voces andinas. Y bailes de niños, mujeres, estrellas casi sin fulgor. Pasos de baile donde conviven huaylas, cumbia y hip hop. Mucho ruido y burbujas de jabón.

Y en las letras lacrimógenas, tan originales como desconocidas, desamor y exclusión se dan curiosamente la mano. Me dejaste, me vine a la cruel capital, y yo no quería ninguna de esas cosas. 

Afuera el Perú avanza. Con los ojos cerrados, avanza.