Tres tristes teatreros (Zarauz, Pilares y este servidor) detenidos en la puerta del Parque de la Exposición por un guachimán con perro:
- No se puee cruzá el Parque
- Pero venimos a ver una obra de teatro. En la Cabaña.
-¡Cómo se llama la obra?
Me pico: "La tercera persona, escribe y dirige Daniel Dillon, ¿ya la vio?". El tipo rumia algo que ya mi oído no sabe registrar. Pasamos. "¿A la salida nos va a tomar examen sobre la obra, también?"
Acercándose de a pocos a la ENSAD uno entiende a lo que se refieren los que dicen que la Cabaña ha sido destruida. El precario local de la Escuela parece una chocita vietnamita milagrosamente en pie a lado de un hueco de explosión nuclear. Al menos los huecos de explosión nuclear no son usados para conmemorar los bombardeos con conciertos cada fin de semana.
A Dillon lo conozco de libros, de puestas, de amistad de facebook, o sea, amistad fake, pero nunca lo he encontrado en persona. Y aquel miércoles tampoco pude. Pero al menos vi La Tercera persona, esta singular pieza en este singular teatrito que aloja la Escuela pública de actuación más importante del país.
Al principio la obra me hace pensar en La Noche boca arriba, el cuento de Cortázar. También en El Aleph, el firme, o sea, el de Borges. Un accidente, un golpe en la cabeza, una pérdida de consciencia. Un descubrimiento de mundos paralelos, de tiempos que se aplastan en la línea que divide inconciencia y consciencia. El anhelo de sentido, de descubrimiento de todo. Dillon se anima a jalar esa cuerda con atrevimiento de la mano del recurso metateatral: escribir en el teatro es, después de todo, hacer en frente de la audiencia. Escribir en el teatro no existe. Los escritores son decidores fantasmas que poseen cuerpos y espacios. Y que poseen al tiempo.
Los primeros minutos pasan extrañamente lentos. Lentos y placenteros. Para el momento en que terminan de entrar todos los personajes ya sé que la obra no irá hacia ningún lugar, que esta dramaturgia de la presencia corporal y la palabra desesperada que se dice susurrando, no avanzará hacia un clímax. Después de todo, pienso, Dillon sabe que no se puede hacer otra cosa en ese callejón sin salida que ha planteado. Si hay un mundo entre los mundos de lo real y lo onírico, ese mundo será lo que una telaraña es para una mosca.
La pieza sigue. No puedo decir que avanza. Se despliega solo para conocer que el muchacho tiene pulsiones eróticas por la prima, reprimidas por el tabú del incesto. Que tiene una madre que nunca será su madre. Que el padre es fantasmático, borroso, más comatoso que el propio protagonista.
Así va La tercera persona, barco de papel que se aproxima a los rápidos.
Me volteo a ver a mis ocasionales compañeros de audiencia: muchachos, estudiantes de la propia Ensad, uno que otro profesor de la Ensad, también. Dos actores de TV que no conozco ni de broma. Sesenta y tantas personas atrapadas debajo de la cabaña sobreviviente. Allí me empieza la verdadera angustia de existir. Uno no puede resistir sonriendo el peso de la exclusión pero eso no tiene nada que ver con la metafísica de las costumbres, ni con la metafísica a secas. Ni siquiera con las certezas del extrañamiento con sustancias. Lo que es insoportable es el pesado manto de concreto excluyente que nos han echado encima a todos allí mismo. Esa angustia parece condena simple, pero es discrecionalmente sociopolítica.
Volvamos, entonces: un escritor se golpea la cabeza y siente que la instancia de lo real lo ha condenado. Entonces, imagino, se pregunta ¿Puedo yo como escritor vivir de mi escritura? ¿Puedo yo, muchacho cordial y sincero, esperar el amor, el respeto, o al menos, eso que llaman vida decente si no tengo colleras, si no pertenezco a la gente con suerte, si no deseo perder mi libertad creativa?
¿En verdad así de simple y mínimo es el código que descifra el destino de ser artista antiburgués en una sociedad burguesa?
La noche que llegué caminamos con Clever Serrano desde la plaza San Martín hasta la puerta del Parque de la Exposición. Una espera de combi a la una de la mañana. Clever, psicólogo, tan tranquilo como el personaje de la obra de Dillon, esa energía tan extraña en esta ciudad desquiciada. Hablamos de lo loco que es este teatro peruano. No las puestas ni los textos, sino los artistas. De lo loco, desquiciado, que es tener un batallón de genios derrotados ante los ejércitos de la frustración. Perú, el país que peor trata a sus artistas. Perú, padre desgraciado de sus hijos más sensibles. Padre que ni siquiera merece desaparecer. Merece lo que le hace Dillon en la obra: desdibujarlo, despintarlo. Sabe de lo que habla: Dillon sí es un escritor de teatro peruano viviendo en el Perú.
Pero más allá de ese gesto, por supuesto no creo en la libertad creativa. Todo el mundo sirve alguien, sentenció Dylan en su época religiosa. Todo el mundo tiene sus amos y ansía comprarse sus esclavas.
La tercera persona acabaría bien veinte minutos antes de acabar, sobre todo antes de anunciar por segunda vez que está acabando. Porque la audiencia no puede parar la puesta y decirle "A callar, se acabó la pesadilla". Nadie puede. Entonces, ¿para qué extenderla? Tal vez acabaría mejor también si el extraordinario personaje que construye Fito Valles no se viera obligado a llorar por su propia muerte ni a soñar el futuro, ambas cosas son absurdas ante la muerte. Inútiles.
Después de todo, pienso, una vez que haya muerto el perro no solo se nos acabará la rabia.