Estuve tentado de empezar escribiendo: "la distancia que separa la modernidad a la latinoamericana y el pasado colonialista, se puede recorrer hoy en solo 29 minutos gracias al Metro de Lima". Pero sería tonto plantearlo así, solo porque me tocó ir hasta Villa El Salvador (sur de Lima), para encontrar la puesta de Estrella Negra en el Festival Creadores Creando Comunidad de Vichama, legendario grupo del también legendario César Escuza.

Porque Estrella Negra es muchas preguntas más. Es la situación de los negros uruguayos hoy, que luego de dos siglos de modernidad occidental siguen siendo la población más vulnerable por la pobreza, por la falta de educación. La situación de las negras en el Uruguay, donde una de cada tres está destinada a ser empleada doméstica. Uruguay, quizás el país más educado de América Latina. O el menos deseducado, mejor.

Pero este unipersonal escrito por Adriana Genta es, como decía, mucho más que un titular de periódico. Es un comentario generacional de las clases medias luego de épocas de consensos en Washington y ajustes de cuentas con la izquierda setentera y una reapertura de las grandes discusiones nacionales. Por ejemplo la inclusión como asunto central de la nacionalidad. O al menos un ponerse al día con lo que siempre se ha reprimido en la discusión pública.

Y luego, ¿por qué Alberto Isola, acaso el director teatral más importante del Perú, elige esta obra ambientada en el Uruguay independentista, y sube a escena a la mujer negra para hacerla recorrer salas convencionales y no convencionales? Nota para extranjeros: no es común que los productos teatrales del circuito privilegiado limeño salgan en difusión, incluso a las áreas más pobres de la Gran Lima.

Estrella, el personaje central, narra su historia, la expone encarando a la audiencia. Porque buena parte de su real historia es su sola presencia en una sala de teatro que es, nadie se sorprenda, un típico espacio de la ciudad letrada (como diría el gran uruguayo Rama). Un actriz negra actúa su negritud pero el grado cero de su gesto teatral es su sola presencia. No sé cuánto se haya discutido la presencia del racismo en el teatro peruano y latinoamericano, pero es claro que ni se escribe con frecuencia literatura dramática por y para negros, ni se rompe la barrera del huachafamente denominado biotipo a la hora de poner obras. Digo, para aclarar, qué poco común es un Hamlet zambo, mulato o indígena en las salas profesionales de Lima, Bogotá o Santiago. Hace no mucho distraídamente los productores de Hairspray en Lima no consiguieron un actor de color, dijeron, y pintaron al protagonista como en los peores tiempos del cine hollywoodense. ¡Pero si color es lo que nos sobra!! En fin, tema para discutir.

Guillermo Rochabrún defendía que el constructo raza es un absurdo científico. Y lo es, sin dudas. Pero el racismo sí que no es un absurdo y existe más allá de la raza, o mejor, por encima de la raza, en un territorio de lo gestual y lo imaginario. Eso lo hace más complejo de atrapar. Eso lo hace más real.

Ahora bien, tengo un extraño privilegio que compartir aquí: no había visto nunca antes a la excelente actriz Anaí Padilla. No veo televisión, y lo digo en serio, y ahora leo que ella ha hecho varias telenovelas. No sé si es una ventaja para mí o no, pero en todo caso, mi memoria teatral de Anaí Padilla empezará con este espléndido tour de force a lo largo de 45 minutos intensos y sabiamente dosificados. Es cierto que a veces el texto me hacía sentir requiebres muy cómicos, muy rioplatenses, que esta puesta no se había animado a explotar. O tal vez es solo nuestra tendencia natural, peruana, de privilegiar esa otra voz, tan tensa, incluso estrangulada. Una voz ahogada. Tal vez los uruguayos pueden plantearse la discusión sobre el destino de la negritud uruguaya precisamente porque es una minoría (12% de su población), y se puede estar distendido. Pero qué hacer con el Perú donde la verdadera minoría étnica es la blanquitud, que curiosamente es ubicua aunque sea demográficamente liliputiense.

Pero aquí me golpeo otra vez contra la puerta cerrada que este espectáculo aún tiene para mí. Si Estrella, la mujer negra que se enamora de Artigas (el padre de la nación uruguaya, el nuevo amo) se enamora metafóricamente del proyecto de libertad que Artigas encarna, una utopía que abraza con fuerza de madre que amamanta; me pregunto, ¿qué le ha dado a cambio esa libertad de utopía al ciudadano subalterno, qué le han dado esos ideales republicanos que encaminaron a la Independencia de las provincias del Río de la Plata si, como vemos, dos siglos después el amo ha cambiado solo de estilo de ropa, y las fuerzas de cambio social no alcanzan -porque nunca alcanzaron- a los que están de verdad abajo?

Es claro que se trata de una modernidad fallida, pero el dato interesante es que tal falla no es un efecto secundario: al contrario, está en el centro del proyecto de nación latinoamericana. La negritud nunca fue considerada. Las naciones sudamericanas fueron construidas por y para prohombres blancos criollos, punto. Mujeres, indios, negros, y todos los demás, simplemente a esperar el azote de los siglos.

Entonces tiene sentido que en la obra la mujer negra sea abandonada a su suerte.

Es el proyecto de nación el que la abandonó, y más cerca en el tiempo, en el contexto de la escritura del texto, es el proyecto de modernidad norteamericanizada que hemos metido en nuestras bocas sin fijarnos. En todos esos casos, la exclusión no es la excepción, es la regla.

Por eso se anticipa la confusión de Estrella y el ominoso destino del niño. Porque la larga cadena de la historia que sigue esclavizando, en nuestra propia cara, aquí, ahora, no se ha roto ni mucho menos. Está por ejemplo, a solo 29 minutos desde Miraflores.

Sola y ya callada, al final, Estrella ve como el silencio malo se sigue extendiendo, simplemente se sigue extendiendo.

 

tomado del blog: Mundo de teatro 
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