Secretamente me había hecho la promesa de ver todo el teatro posible en mis días en Lima y Arequipa. Pero empezando con Guillén.
Henos aquí, mi mujer y yo, recién aterrizados cruzando la urbe cruel para llegar a la única función de La Misa de Hécuba que podíamos alcanzar, en la AAA, centro de Lima. Lugar terrible, para más señales a los extranjeros: el centro sigue siendo tierra de nadie, oportunidad de muchos, dicen, pero igual un lugar difícil para dejar abandonado un teatro que ha sido testigo de puestas espectaculares y legendarias. A lo mejor hay más de leyenda que de realidad, pero eso hace lindos los lugares, lo que queda en la memoria.
Henos aquí, decía, tratando de llegar y la ciudad impidiéndolo. La adusta amabilidad de unos amigos nos metió en un auto timorato esquivando combis y suicidas y choros, o choros suicidas. Demasiado para las primeras horas en Lima, es cierto.
Para hacerla breve, la amabilidad nos hizo llegar tarde. Un taxi nos hubiera hecho llegar tarde también, quizás, pero al menos uno puede quejarse. En fin, eran las 8. 14 pm, Edgard y Clever Serrano habían empezado, el gran portón cerrado y ni la amable invitación de José Infante de ingresar tarde nos convenció de hacerlo. ¿Huachafería? No sé, llámenle romanticismo, mejor. Me había hecho a la idea de ver a Guillén primero que a todos. A Guillén, a quien conocí en 1987 cuando con 14 años me incribo en su Taller en Arequipa y él, el monstruo del escenario que había visto en Carné de Identidad, él mismo y su mirada reptil, me vieron de pies a cabeza: "¡Tú? ¡tú también estás en el Taller?... No me quejo: qué hacía un chibolo flaquito en ese taller de voz donde Guillén nos revelaba su manera de ser una voz. Como diseccionar un Stradivarius. Inolvidable.
De allí en adelante Guillén ha sido siempre Guillén para mí: un padre, un pata, un confesor, un compañero de cuarto de hospital. Nosotros lo entendemos.
El destino de que Guillén sea tan arequipeño como para ir tantas veces a su tierra, me dio esa suerte monumental de ver casi todos sus unipersonales. Si no todos. Todos. Lo he visto volver al pie del volcán transformado en Lorca, en Emily, en Ricardo III, en Fausto. Guillén ha sido nuestro Melquíades teatral. Guillén ha sido el teatro de Arequipa, también. Ha sido más teatrista arequipeño que muchos de los que estuvimos allí.
Y quiero creer, es mi esperanza, que algunas veces he vuelto a verlo solo para recordarme a mí mismo cómo empezó esta cosa extraña que llaman pasión por el teatro, esa cosa que tengo metida en el cuerpo como algo que no me pertenece, a veces parece divino, a veces simplemente putrefacto.
Henos allí, la puerta cerrada, el patio fantasmal de la AAA y la voz de Guillén escapando por entre las rendijas, atravesando los viejos tablones y haciendo vibrar el barro, la quincha, las paredes todas. La misma voz que después repite al pie de una ventana del Bolívar y frente a un pisco sour, la violencia solo engendra violencia. Desesperación y bullicio. Afuera la desesperada Lima y sus paseantes muertos en vida, sobrevivientes de la guerra, habitantes de una Comala sin nombre aún. La Lima que cree que progresa porque tiene mejores tumbas. Y allá adentro, Guillén, el viejo griego gritando a sus 76 años que la violencia es simplemente una mierda. Una mierda incomprensible. Humana, como la mierda, pero igual: el detritus de nuestra condenada especie. Una cosa con la que nadie quiere lidiar pero que está adentro, sale de nosotros, vuelve, la bebes, la respiras. Condenados en este planeta solipsista que ni Eurípides ni nadie jamás podrá entender.
En medio, de pie, como hacía de niño, imaginándome que todo en mi vida era parte de una película medio graciosa, que esta escena era la chistosa: viajar 6 mil kilómetros y perder la única obra que no podía perder. El magnífico inicio de mi aventura teatral por los campos del Perú. Ja. Y no llegué.
Solo la voz mediada por la pared colonial me la traía. Esa voz que a veces en sueños parece salir de mi propia boca.